martes, abril 19, 2011

La breve y sórdida historia del hombre-ladrillo.

Ahora que se acerca la feria de Construmat, he querido imaginar una escena que seguro se repetirá (con pequeñas variaciones) durante las siguientes noches. Lo escribo en honor a todos esos comerciales güisqueros, hacedores de plusvalías, comisiones e hipotecas a 40 años, héroes anónimos, verdaderos sostenes (o bragas) de nuestra economía. Para bien o para mal.

También he imaginado la banda sonora con este temazo John Paul Young porque se trata de una historia muy romántica y porque ya sabéis que me gusta ser irónico. Pulsa play y lee.





"Estamos acabando de cenar con unos clientes... ...si vender pisos fuera tan fácil, lo haría cualquier idiota... ...Sí, cariño... ...vuelvo mañana por la tarde...   ...estoy que me caigo de sueño, no sabes las ganas que tengo de volver al hotel...   ...no te preocupes... ...y yo a ti... un beso, amor."

El tipo presiona un botón para colgar la llamada, todavía con una sonrisa beatífica dibujada en la cara. Vuelve a presionarlo durante unos segundos hasta que aparece un mensaje de despedida en la pantalla del móvil. De fondo, una foto de su esposa sosteniendo una piña colada. Observa la imagen hasta que se desvanece suavemente y entonces lo guarda en el bolsillo de su americana.

Después desliza el anillo de oro de su dedo anular y lo guarda en el otro bolsillo de su americana. Se afloja la corbata. Ahora su mirada ha tomado un aire ratonil, y en los labios le baila una media sonrisa confiada y satisfecha. Se apoya cómodamente en la barra mientras espera al camarero; el borde es de cuero y está mullido como los sofás que rodean la pista de baile.

Pide un whisky doble con hielo y le da un largo trago entrecerrando los ojos. Cruza una pierna y apoya todo el peso sobre la otra. Ha encontrado la postura perfecta, así que entre sorbo y sorbo, se dedica a admirar el reflejo dorado que le devuelve el espejo entre las botellas. El hielo baila en el vaso de tubo al compás de la canción produciendo un tintineo ahogado que tal vez deberíamos llamar clic-claqueo.

"¡Qué clase tienes, joder!",  se susurra.



Repentinamente inspirado, el tipo se levanta sosteniendo el vaso a la altura de su cabeza y recorre la pista ensayando unos pasos que podrían ser de bossa-nova. Todavía recuerda algo del cursillo al que se apuntó para contentar a su mujer. Se quejaba de que no hacían nada juntos. Más tarde se quejó de ya no la quería, y entonces se casaron. La espalda erguida, los hombros rectos, un, dooos... hop! Se lleva una mano al vientre  tal y como harían los grandes galanes que conforman su arquetipo de seductor-dandy. Arturo Fernández o Julio Iglesias. Qué elegancia... qué categoría.





Su bailoteo calculadamente errático lo acerca hasta una chica morena que viste una brevísima falda ajustada de color estridente.  Le cuenta entre bisbiseos que es piloto de avión "Bueno, comandante... siempre en el aire, ya sabes", quitándole importancia. Puede que le cuente también que es cirujano, o que tiene unos viñedos en la Rioja. Ella asiente a todo que sí mi amor, qué lindo, al tiempo que le pasea los dedos por la pechera de la camisa barata calculando a la baja cuánto le pedirá. Hay un breve regateo. El trato se cierra con un apretón de nalgas y la pareja se pierde por unas escaleras que huelen a perfume barato y lejía.

Fundido en negro en forma de corazón.

FIN

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